En mi corta carrera sociológica me
ha tocado conocer a tanto loco, que ya no sé ni para que cuento. El caso de Carlos
Martínez es distinto y creo, digno de ser relatado. Al menos como desesperado
acto de venganza o como necesaria advertencia a los incautos. Creo que en algún
momento me unió a Carlos algo parecido a la amistad, pero no podría decirlo con
certeza porque todo lo que rodeaba a Carlos era siempre tan complicado y absurdo
que uno nunca sabía dónde estaba parado con él.
Hace
dos días que Carlos desapareció. Cristóbal (sobre todo Cristóbal), lo anda
buscando desesperadamente. Carlos no está en su estudio de la Avenida Urdaneta
y no ha aparecido por el Club Vathek, el único sitio público caraqueño por
donde se le veía la cara de vez en cuando. Tengo el doloroso deber de relatar
que esta no es la primera vez que Carlitos desaparece. Espero que sea la
última.
Mis tropiezos con Carlos arrancan a
mediados de los 90. Yo acababa de obtener el poco codiciado grado de sociólogo
de Universidad Católica y él ya llevaba años paseando por Caracas un no más
relevante título de antropólogo de la Universidad Central. Lo conocí una
madrugada en el Club Vathek, cuando ya estaban a punto de cerrar y sólo permanecían
en el antro, entre vapores etílicos, algunos grupos de infatigables
conversadores, fauna de la noche caraqueña de aquella década. Me lo presentaron
Ángel y Cristóbal, como una gran cosa, con expresiones del tipo “¡Tienes que
conocer a este pana!” y “¡Está loco e bola!”, pero con un dejo de que en
realidad querían deshacerse de él por un rato. Y la verdad es que Carlitos era
un poco cansón en esa época, monotemático, de esos que les cuesta coger señas y
siguen hablando y hablando, sin importarles que el interlocutor entienda apenas
la mitad del tema que tratan.
Ese
tema, por cierto, que apasionaba tanto a Carlos por esa época, era la
etnomusicología y todo lo afín. Como tantos etno-cualquier-cosa, el tema era
sexy en los 90 y con su labia, Carlos hubiese podido fácilmente usarlo para
engatusar a desprevenidas jóvenes intelectuales. El problema era que Carlos era
obsesivo y fastidiaba rápido a cualquier mujer que se le acercara. En resumen,
Carlos era un pesado.
La etnomusicología que predicaba
Carlos me parecía a mí, como lego, una ciencia complicadísima. Hacía falta ser
músico, etnólogo, lingüista y un montón de cosas más. Carlos era un poco de
todas esas cosas y además llevaba bastante tiempo estudiando a un grupo
indígena en una remota locación del Estado Bolívar. Todos sus trabajos, su
tesis de licenciatura y dos o tres artículos, se basaban en su experiencia como
etnógrafo conviviendo con ese grupo. Por razones profesionales que nunca
comprendí enteramente, Carlos sólo se refería a ese grupo, su objeto de
estudio, con el nombre de A-285. Como si conociera a muchos otros grupos y
tuviera que clasificarlos en carpetas en las que el grupo al otro lado del rio
se llamaría A-284, el del otro lado de la montaña A-286 y así. Esa peculiaridad
metodológica le había costado a Carlos el rechazo de varias publicaciones
científicas que no publican, así sin más, estudios etnográficos que no estén
plenamente identificados por el autor, no sea que tengan que vérselas con
versiones neojipis de Castañeda y su Don Juan.
Pero
a Carlos lo académico no le interesaba mucho. Lo que realmente le preocupaba
por esos días, y el motivo por el que se quejaba constantemente, era la falta
de apoyo financiero para costear las largas temporadas, de entre 3 y 4 semanas
cada 2 o 3 meses, que pasaba con los A-285 en su remota locación (yo siempre la
imaginaba como una romántica comunidad exótico selvática, pero Carlos rara vez
daba detalles). El caso es que, como buen antropólogo, Carlos no era muy bueno
en eso de escribir proyectos con cosas como objetivos, presupuestos,
justificaciones etc., y patinarlos con la jerga seudocientífica y gerencial
aceptable para gobiernos, fundaciones, ONGs y otras fuentes de dinero para
investigaciones de ese tipo. No ayudaba que Carlos pidiera financiamiento para
estudiar a un grupo que, para todos los efectos prácticos y académicos, nadie
sabía si realmente existía. Pero los sociólogos sí que somos buenos para
justificar casi cualquier cosa, y más de una vez ayudé a Carlos y escribir
peticiones y proyectos. La última, fechada en el año 2002, una petición de
financiamiento al Gobierno Bolivariano, para la que usé la más cursi retórica
indigenista resultó, me temo, exitosa.
Pero he comenzado mal y me he ido
por las ramas. Quizás lo mejor para dar una idea de la obsesión de mi amigo sea
describir su fantástico estudio en la Avenida Urdaneta. Lo había montado con
una de las primeras becas que recibió, por allá a finales de los 80. Aún Carlos
no figuraba en mi radar y por lo tanto no puedo atribuir esa beca a mi ayuda
como escribiente. Fue una suma considerable para la época que le otorgó la Nacional Endowment for Democracy para
comprar sofisticados equipos de investigación. Qué tenía que ver esa
institución, dependiente del Congreso de los Estados Unidos, con el estudio de
la música de un grupo indígena del Estado Bolívar, es algo que desafiaría a la
más afiebrada imaginación de más de un teórico de la conspiración del gobierno
venezolano. Algún día me pondré a averiguar el motivo de ese extraño
financiamiento, a lo mejor y con eso logro congraciarme con el gobierno y me
gano una bequita para estudiar en el imperio, que es lo que siempre he querido.
En todo caso Carlos usó el dinero en toda regla y para el propósito que había
sido otorgado: el equipamiento de un estudio de investigación etnomusicológica.
Cuando conocí ese estudio, ya llevaba varios años en operación, y muy
probablemente los financistas originales lo habían olvidado, o quizás tenían
otras preocupaciones más apremiantes entre manos, cortesía de la Revolución
Bolivariana.
Quedé
fascinado esa primera vez que Carlos me abrió la puerta en el cuarto piso de un
edificio de la Avenida Urdaneta. En el amplio cuarto con baño y cocina, y entre
libros y revistas apilados por todos lados, había algunos equipos que, en mi
ignorancia, quizás podría calificar como sofisticados: Una computadora Mac, que me pareció grandísima y que
para esos años era el modelo más moderno y potente, conectada a un teclado de
piano y a un mezclador, de esos que se ven en la televisión cuando algún
cantante está grabando un álbum, y de allí a una serie de cornetas de distintos
tamaños distribuidas, aparentemente al azar, por todo el estudio. Pero además,
una de las paredes, a la derecha de la puerta de entrada, estaba ocupada por
una enorme estantería de metal, de esas de galpón industrial, en la que había
cientos de objetos que quizás habría que agrupar en una categoría totalmente
distinta de sofisticación a los anteriores. La mayoría eran extraños
instrumentos musicales, presumo provenientes del Grupo A-285 o de otras
exóticas tribus del mundo. Había en los estantes y colgados de las otras
paredes una dotación completa para la más ecléctica de las orquestas: Tambores,
timbales, flautas, maracas, cuatros, bandolas, guitarras, un banyo (¡!), dos
hula-hula (¡¡!!) y otros instrumentos de cuerda o metal diversos. Entre estos
había también una Viola da Gamba barroca con la que se entretenía Carlos en sus
ratos libres, cuando lograba abstraerse de su obsesión (¿Ya mencioné que era un
músico amateur bastante competente, y hasta con destellos de virtuosismo?).
Además, uno de los estantes metálicos estaba cargado con una colección de
cientos de discos compactos y con igual número de discos de vinilo y cintas
magnetofónicas, junto a dos platos para discos y no recuerdo cuantos
amplificadores y ecualizadores. Todos de distintas épocas, desde los más
modernos hasta una Victrola que parecía funcionar todavía, pasando por un plato
Philipps de los 70 con sus cornetas originales de madera (lo recuerdo porque
conocí uno igual que tenía mi querido tío Roberto).
La
cantidad de cables que conectaban estos equipos entre sí y con las cornetas
formaban gruesas serpientes amarradas con teipe aislante que recorrían piso y
paredes. Completaban el fantástico mobiliario del estudio un viejo sofá grande
de cuero marrón de dos puestos, una mesa baja con varios vasos y una botella de
ron, dos sillas de madera pintadas con coloridos motivos kitsch-mejicano y una
nevera junto a la pequeña cocina empotrada. El único decorado en todo el
estudio era un improbable afiche de una rubia, emblema publicitario de la
Cervecería Regional, pegado con tachuelas en la puerta del baño.
Todo
el estudio estaba aislado del tremendo ruido exterior que provenía de la
Avenida Urdaneta. Las ventanas tenían doble vidrio y persianas especiales que,
cerradas, apagaban toda luz, pero abiertas a medias dejaban pasar un color
naranja que hacía que la colección de instrumentos pareciera una misteriosa
tienda de antigüedades. El conjunto era desordenado, pero agradable.
Los
meses del año que Carlos vivía en Caracas, y no haciendo trabajo etnográfico
con su grupo A-285, dormía en un hotel de mala muerte en la misma Avenida
Urdaneta, aunque prácticamente pasaba las veinticuatro horas del día en el
estudio y sus pocas salidas públicas, ya lo mencioné, las hacía al Club Vathek.
Sólo una vez tuve contacto con alguien de su familia; un día pasó su madre a
dejarle unas hayacas en una bolsa que Carlos agradeció y metió en la nevera.
Parecía tener una relación buena y cordial con su madre. No supe más de ella
hasta ayer que llamé a su casa para preguntar por Carlos. En todo caso, estoy
seguro de que su familia no tenía idea de qué era exactamente lo que hacía
Carlos “para vivir”.
En
el estudio Carlos también se reunía con sus pocos amigos: Ángel, Cristóbal y yo
éramos visitantes frecuentes. Pero casi nunca (la excepción la relataré luego),
los tres juntos. Carlos sólo aceptaba dos visitas a un mismo tiempo. Sentía
verdadero pánico si la gente se ponía, como decía, a “toquetear” sus cosas. Esa
era una de sus manías más desesperantes. Desconfiaba de grupos grandes y
descontrolados en su estudio. Así que eran posibles sólo dos personas a la vez,
además de él, para las famosas “conversas”. Esas conversas con Carlos, y a
veces con Ángel o Cristóbal eran unas cosas larguísimas. En realidad, no
debería llamarlas conversas, eran más bien monólogos de Carlos. Imagine el lector
quizás a Ángel y a mí, sentados en las dos sillas mejicanas frente a la mesita,
cada uno con un vaso corto de ron en la mano (estaba prohibido soltar el vaso
de ron. Si uno soltaba el vaso Carlos se ponía nerviosísimo porque uno podía
verse tentado a “toquetear” sus cosas). Carlos sentado en el sofá, a veces con
las piernas cruzadas sobre la mesa, a veces medio acostado, hablando y hablando
sobre escalas, tonos, semitonos, acordes y estados mentales. Sólo se
interrumpía para sorber su ron. Rara vez uno podía intercalar alguna pregunta.
Rara vez la respondía.
A
veces teníamos la enorme fortuna de que Carlos se cansara de su perorata.
Entonces, sin previo aviso, se levantaba y agarraba la viola y, ahí mismo, nos
regalaba un concierto de hora y media sin pausa, que ni Jordi Savall. Era una
cosa increíble. Creo que nunca en mi vida he llegado a sentir tanta calma como
en esos raros intermedios musicales, tomando ron, viendo la ciudad por entre
las persianas entrecerradas, sin pensar en nada. Perdonen, me pongo cursi
siempre que recuerdo esos momentos. Aquellos ratos solo eran comparables a los
que pasaba con Isabel, mi novia y amor de mi vida, de quién diré más luego.
Pero
fue precisamente uno de esos días, luego de uno de esos deliciosos intermedios
musicales, cuando me vine a dar cuenta de que Carlos estaba, en verdad verdad,
loco de metra. Ese día nos tocaba ser público a Cristóbal y a mí. Carlos
concluyó unos inspiradísimos arpegios y se quedó un rato en silencio, con la
mirada perdida.
-¿Qué
sintieron? -nos preguntó de pronto.
-Me sentí… del carajo -respondió Cristóbal y
agregó, con los ojos entrecerrados, -me sentí como si flotara.
-¿Nada
más? -Carlos hizo esta pregunta con cierto tono de desespero.
Cristóbal
y yo cruzamos miradas, extrañados.
-Quiero
decir… ¿No sintieron nada? –y el sintieron lo enfatizó Carlos con un
movimiento de las manos como de alitas.
-No
sé Carlitos, a lo mejor si nos tomamos otro trago nos sentimos mucho mejor…
Y
los dos nos reímos mientras efectivamente nos servíamos otro trago. Pero
desafortunadamente Carlos parece que no vio la gracia (era malísimo para los
chistes), y puso una cara que casi me agria el ron. Luego dijo que se sentía
muy cansado y nos invitó, muy educadamente, a salir del estudio:
-¡Se
me van par de dos pal coño¡ ¡Muevan esas nalgas¡ ¡Pa fuera! ¡Y no toqueteen
nada¡
En
la puerta del edificio recuerdo que Cristóbal me comentó que nunca había visto
a Carlos así (lo conocía desde bastante antes que yo).
-Está
loco -me dijo, -es genial, pero está loco, y además es muy cansón y pesado.
No
podía sino estar de acuerdo con Cristóbal. Sin embargo, los amigos nos
sentíamos fatalmente atraídos por esa locura genial, quizás porque no éramos ni
locos, ni geniales. Seguíamos sacando a veces a Carlos, casi obligado, al Club
Vathek y metiéndonos cada vez que podíamos y de dos en dos, en el estudio. Él
tampoco ponía tanta resistencia a las salidas o a nuestra presencia en el
estudio. Creo que necesitaba desahogarse. De hecho cada día parecía que lo
necesitaba más.
Algo
más de una semana después de que nos echara a Cristóbal y a mí, logré apartarme
un momento de Isabel y de mis deberes (comenzaba entonces mi irregular carrera
académica como Instructor en la Universidad Central) y volví a pegarle a Carlos
una visita al estudio. La puerta estaba sin tranca y encontré a Ángel,
disciplinadamente sentado y con su vaso de ron, escuchando. Carlos apenas si se
interrumpió y me invitó a sentarme con una seña, esperó impaciente a que Ángel
me sirviera el vigilante vaso de ron, y prosiguió su monólogo.
Ese
día las escalas y las trasposiciones parecían haber dado paso a un tema algo más
banal y francamente setentero: la inducción de estados alterados de conciencia,
drogas, orgías rituales y cosas por el estilo. El tema no era de mi interés
(aunque la verdad tampoco lo eran las escalas musicales) y Carlos, aunque sabía
mucho, tampoco era un experto. Más bien parecía repetir los clichés de
cualquier curso de introducción a la historia de las religiones. Pero Ángel
estaba como embelesado. Era evidente que me había perdido la parte importante
de un monólogo que seguramente se había iniciado con la música, pero que había
degenerado en algo parecido al espiritismo. Afortunadamente al poco tiempo
Carlos tomó un descanso y abrazó la viola, el momento que yo en realidad estaba
esperando desde mi llegada. Pero por primera vez, antes de empezar a tocar, nos
pidió algo:
-¡Relájense
y concéntrense! ¡Pero no suelten los vasos de ron!
Antes
de poder responder que siempre me había sido imposible concentrarme en estado
de relajamiento, y que por principio no soltaba el ron, Carlos empezó a tocar.
Ese
día estaba, la verdad, inspiradísimo. Tocaba algo muy lento y hermoso. Pasados
unos minutos me di cuenta de que complejizaba sobre un tema muy simple que yo
jamás había escuchado. ¿Sería algo compuesto por él mismo? Me sentí
transportado por la música. Me sentí volando sobre Caracas y sentí muchos otros
lugares comunes que siente la gente que escucha música maravillosa y que no
repetiré aquí. Cuando terminó, nos quedamos un rato en silencio. Carlos apartó
la viola y la recostó del sofá, nos miró por unos segundos y preguntó:
-¿Qué
sintieron?
Temí
una repetición del lamentable episodio de la semana anterior con Cristobal y
callé, pero desafortunadamente Ángel ya intentaba una respuesta original:
-Me
sentí del carajo… como si volara.
De
inmediato tuve una de esas cosas que tienen los franceses que no recuerdo como
se llaman y supe que si quería evitar que Carlos nos echara tenía que actuar
muy rápido. Pensé que Carlos, como buen obsesivo, necesitaba de elogios
exagerados y actué en consecuencia.
-Nunca,
nunca Carlitos, te lo juro mi pana, te lo juro por mi alma, en toda mi vida, había
escuchado algo tan hermoso.
No
era exactamente la verdad, aunque era algo bastante cercano a la verdad. Pero
igual me había equivocado. La reacción de Carlos fue peor que la anterior.
-¡Se
van los dos! ¡Y no vuelven!
Creí
en un cambio radical de estrategia, quizás un cambio total de tema, de vuelta a
uno de los favoritos de Carlos.
-Carlitos,
cálmate mi hermano. ¿Por qué no nos pones un poco de música del grupo ese A no
sé qué cuanto del que siempre estás hablando? Seguro que tienes horas de horas grabadas
de tus…
No
terminé porque creí que a Carlos le estaba dando una vaina. No sé si respiraba.
Se puso muy rojo, luego muy pálido, luego otra vez rojo y finalmente pálido
azul en los menos de tres segundos que me había tomado hacer mi sugerencia. Una
auténtica chiripiorca. No logramos que hablara. Estaba como catatónico. Sólo
señalaba insistentemente la puerta. Ángel me tomó del brazo.
-Vámonos
de aquí mi hermano.
Cuando
cruzábamos la puerta, por fin escuchamos la debilitada voz de Carlos.
-¡No
me toqueteen nada! -creo que dijo desde el sofá.
Luego
de aquella segunda expulsión del paraíso, Ángel, Cristóbal y yo (más Ángel y
Cristóbal que yo, la verdad), ideamos un plan para apoderarnos de la supuesta
grabación del grupo A-285 que evidentemente estaba causando en Carlitos
trastornos más allá de los conocidos y comunes en cualquier antropólogo de la
Universidad Central. Confieso que la curiosidad nos carcomía e iba más allá del
samaritano deseo de ayudar a nuestro amigo. El plan que ideamos era macabro
porque apelaba a lo que, creíamos, era la falta principal en la vida de Carlos:
la Mujer. En general y con mayúscula.
Todo lo que he contado hasta aquí,
se lo contamos tal cual a mi novia, Isabel, a la novia de Cristóbal, Luisa, y a
Yarislady, una chica que Ángel había transitoriamente levantado en el Club
Vathek. Solo Isabel confesó tener una prima de nombre Enriqueta que, echándole
mucho, podía quizás tener algún interés romántico por nuestro enigmático y
difícil amigo. Quedó todo cuadrado para el sábado al mediodía. Almorzaríamos
todos en la Casa del Llano de Las Mercedes y luego nos separaríamos acordando
encontrarnos esa noche en el Club Vathek. La esperanza (ahora con la distancia
parece un poco remota) era que Enriqueta conquistara a Carlos para pasar una
tarde romántica de paseo (comiendo helados, yendo al cine y estupideces así),
lo cual nos daría tiempo al resto de los conjurados para explorar con calma el
estudio de Carlos. Se me olvidaba mencionar que el plan se apoyaba en una copia
de la llave del estudio que Ángel había hecho secretamente. Toda una operación
de la CIA, pues…
Sorprendentemente, todo iba de lo
mejor en el almuerzo. Entre arepas de carne mechada con queso amarillo y
caraotas con pedazos de aguacate, Carlos y la Enriqueta se hacían ojitos.
Enriqueta hasta sonrió y le peló a Carlos algún diente, con cilantro entre los
frenillos y todo, cuando este explicaba no sé qué cosa sobre la transposición
de escalas mayores, menores y demás. Llegó el momento de la separación y de los
acuerdos para vernos más tarde. Todos actuábamos nuestra parte de maravilla.
Enriqueta aceptaba pasar la tarde con Carlos pero (aquí fallaba el plan), no
sin chaperona. Tocó sacrificar a la pobre Isabel. Y (esto debió preocuparme en
el momento) Isabel no parecía disgustada ante la posibilidad de pasar la tarde
de lámpara con el par de recién enamorados. En todo caso, salimos de la Casa
del Llano. El trío conformado por Isabel, Enriqueta y Carlos por su lado, a
comer helados, y el resto de la patota al edificio de la Avenida Urdaneta, a
develar misterios.
Llegados al estudio y nos pusimos de
inmediato a revisar y a toquetear las cosas. Las dos mujeres, Luisa y
Yarislady, no estaban muy interesadas en nuestra búsqueda y rápidamente encontraron
la botella ron. También dieron con unos discos viejos de salsa y con el
tocadiscos Phillip y pronto teníamos montado un guateque de lo más agradable.
Yo lamentándome de que la pobre Isabel se perdiera del baile, pero
felicitándome de que Carlos estuviera tan lejos. Si por casualidad supiera del desorden
en su sagrado estudio y de lo mucho que estábamos toqueteando todo, lo menos
que le daba es un patatús.
Ángel nos llamó al orden. Estábamos
en el estudio por vocación científica y caritativa (así dijo: caritativa) y no
parrandera, nos recordó. Achicopalados, nos pusimos a buscar de nuevo. No fue
difícil dar con un casete de 60 minutos etiquetado A-285. De hecho, estaba
sobre la mesa junto al ron, a la vista de todos. Cristóbal ensayó la pedante
hipótesis de que Carlos había aprendido del famoso cuento de Allan Poe para
esconder la cinta. Yarislady quiso saber si el tal “Alan Pou” había también
grabado con La Fania. Cristóbal respondió que sí, y que además tenía dos discos
como solista y uno con Willy Colón.
En
todo caso, una sola cinta de un hora no parecía demasiado para una labor de
grabación etnomusicológica de años, pero quizás estas grabaciones eran un
resumen del trabajo de Carlos. Algo así como “Los Grandes Hits de los A-285 All Stars”. A Yarislady pareció entusiasmarle
la idea. Nos sentamos donde pudimos: las dos mujeres en el sofá, Ángel y
Cristóbal en las sillas mejicanas y yo en el piso. Pusimos a rodar el casete…
Nada. Silencio. Veinticinco minutos
y nada… Más ron. Cambio de lado de la cinta.
Por fin, sonidos extraños. No
exactamente musicales, no exactamente lo que uno llamaría, indígenas. De hecho
eran una serie de martillazos y ruidos mecánicos infernales de esos de música
experimental industrial italiana de los 70 (sólo sé de una persona en Caracas
que escuchaba esa música: mi tío Roberto, en su tocadiscos Phillips). A los
diez minutos aquello se había hecho francamente insoportable y Yarislady daba
señas de querer volver a los discos de salsa.
-¿Alguien
siente como que vuela?- preguntó Cristóbal irreverente pero caritativo.
-No,
-dijo Ángel -pero te están saliendo unas alitas en el culo…
-¡Silencio!
-gritó una voz que provenía de la grabación, la voz de Carlos, inconfundible.
-¡Acérquense!
–grito de nuevo Carlos desde el casete. Y luego más bajito y como arrullando:
-acérquense.
Todos
nos acercamos lo más que pudimos, Ángel casi con una oreja pegada a una de las
cornetas.
-¡Les
dije que no me toquetearan nada! ¡Coños de Madre! -Gritaron las cornetas.
Ángel
pegó un brinco que casi tumba el sofá.
Llegamos
al Club Vathek media hora después. Y allí estaban los tres, Isabel, Enriqueta y
Carlos, en una mesa. Me extrañó, sobre todo, la mirada como perdida de Isabel.
La de Enriqueta, también. Ambas estaban como apendejeadas mirando a Carlitos
que las tenía, no exagero, hipnotizadas. Nos acercamos y nos sentamos en la
misma mesa. Carlos no daba muestra de estar molesto por nuestra irrupción en su
estudio. Al contrario, parecía estar enterado y se reía de nuestra expedición
científica.
-¿Y
ustedes se creía, cuerda de pendejos, que yo iba a dejar mis cosas por ahí
regadas para que ustedes llegaran y me jodieran mi trabajo? ¡Pues no! Pero para
que vean que les tengo hasta cariño, les dejo mi estudio por unos días. Pueden
hacer lo que les dé la gana y escuchar todos mis discos. Yo me voy esta misma
noche para la playa, a Margarita.
Todos
nos sorprendimos. No sabíamos que a Carlos le gustara la playa. Para nosotros
su vida era su estudio y la secreta locación selvática del Grupo A-285. Pero la
verdad es que estábamos contentos de que Carlos no montara una de sus rabietas.
Parece que una sola tarde con el género femenino lo había curado de todas sus
obsesiones neuróticas. ¡Nos dejaba el estudio por unos días para que
“toqueteáramos” lo que nos diera la gana! Era como para celebrarlo. Pedimos un
servicio de ron y pasamos el resto de la noche bebiendo, conversando
tranquilos…
Querido
lector, ya habrá adivinado que aquí es donde empieza lo que la gente común da
en llamar “La Verdadera Cagada del Pato Macho”. Como a las 5 de la madrugada,
dos horas antes de que el Club Vathek cerrara por unas horas para la poca
limpieza diaria, Carlos se levantó y dijo con voz ceremoniosa:
-Bueno
Señores, me voy que tengo los boletos para Margarita para hoy en la tarde, y
todavía tenemos que pasar por mi estudio a buscar mi viola, y las niñas tienen
que buscar su ropita, sus tanguitas, etcétera.
Enriqueta
e Isabel se levantaron como un relámpago.
-Vamos
yo manejo, -dijo Isabel.
-¿Qué?
-Se me atragantó el trago.
Sin
más, se fueron lo tres, Isabel, Enriqueta y Carlos. No dijeron ni adiós.
Isabel, no me lanzó ni un beso de despedida. Luisa y Yarislady se habían
levantado a bailar la última pieza de la noche y, afortunadamente, no fueron
testigos del embarazoso desenvolvimiento de los acontecimientos. Cristóbal me
miraba como entre asustado y misericordioso y Ángel tenía la cabeza agachada
sobre su trago con los ojos cerrados, de hecho, dormía.
-Hermano,
-me dijo Cristóbal -en mi vida había visto una cosa así. Te dejaron como
pajarito en grama.
Y
así fue. Isabel y su primita se fueron a pasar cinco días (los conté toditos,
cada maldita hora) en Margarita con Carlos y con su música. En mis pesadillas
de esa semana imaginaba escenas eróticas horripilantes. En ambientes de
decorado barroco (¡En Margarita!), Carlos tocaba los mágicos acordes que había
aprendido en su investigación etnográfica y que le otorgaban poderes hipnóticos
sobre sus víctimas, mientras Enriqueta e Isabel bailaban desnudas (en algunas
de las pesadillas, las más pudorosas y misericordiosas, cubiertas por tenues
velos), alrededor de Carlos y su viola. Carlos dejaba de tocar y les preguntaba
con voz afectada:
-¿Qué
sintieron?
-¡Que
volábamos! ¡Que volábamos! -respondían las primas entre risitas histéricas.
Luego,
Carlos dejaba su viola a un lado y las dos se abalanzaban sobre él en un
insólito revuelque, que ni las peores películas porno suecas de los 70 que
colecciona Ángel y que seguro veía mi tío Roberto. Yo despertaba gritando:
-¡No
me la toquetees! ¡No me la toquetees!
Fueron días terribles, esperando el
regreso de Isabel. Imaginando qué diría yo en lo que ella abriese la puerta de
mi piso (del cual ella tenía llave. Así soy yo cuando me enamoro, confianzudo),
y me pidiera disculpas. ¿La perdonaría? Por su puesto. No era su culpa, había
sido hipnotizada por ese monstruo etnomusical.
Cuando al fin regreso Isabel, no me
pidió ni perdón.
-¡No quiero escenitas! –dijo sin
mirarme.
No hice ninguna y la perdoné de
todas maneras (Así soy yo cuando me enamoro, imbécil). Para no pensar tanto en
el asunto y olvidarlo lo más rápidamente posible, empecé a hacer de nuevo
visitas regulares al estudio de Carlos, junto a Cristóbal y Ángel. Carlos, a
pesar de haber intentado tan abiertamente joderme la vida, actuaba como si
nada. El evento “Margarita” no existía. Carlos había vuelto a ser el mismo de
siempre: pesado, paranoico, imprevisible, en fin, loco de bolas.
Ese
triste episodio de la primera desaparición de Carlos ocurrió hace bastante
tiempo. Ya entiende el lector por qué no me sorprende la desaparición reciente
de nuestro amigo. Tampoco me sorprende que Luisa, la novia de Cristóbal, también
desapareciese y que el pobre Cristóbal esté como loco buscando a Carlos. Yo
estoy tranquilo porque, gracias a Dios, Isabel está desde hace tres días en un
viaje de trabajo en Mérida. Eso dice el papel que me dejó pegado en la puerta
de la nevera.